roberto guerra
Un recién llegado al Valle de San Joaquín en California –la región agrícola más lucrativa e industrializada de Estados Unidos– podría pensar que todo el lugar se está quemando. En el horizonte, en todas direcciones, el tono marrón del aire sugiere un fuego lejano. A medida que el viajero avanza, digamos, por la autopista 99, el fuego parece desvanecerse, una mancha profunda flotando en la distancia, como si se aferrara para siempre a los bordes del cielo. Al avanzar más, uno se da cuenta poco a poco de que el fuego no retrocede. El viajero no avanza hacia el fuego, sino dentro de él.
El árido Valle de San Joaquín tiene una de las peores contaminación del aire del país: una nube diaria de smog y hollín que se eleva por el tráfico interestatal de automóviles, los eructos de unos cuantos millones de vacas hacinadas en megalecherías, la incineración de desechos tóxicos y el suministro constante de combustible a las bombas de riego y a las plantas procesadoras de alimentos, todo ello tejiendo una cortina amarilla descolorida que cuelga en el aire.
En una región donde arde tanto, nada es más valioso que el agua.
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